Hay ocasiones en las que un hombre no puede hacer más que observar, estupefacto, como se entrelazan la alegría y la miseria en su destino. Apenas he cumplido los veinte, pero durante los últimos cuatro años ha aumentado mi reputación como agrimensor y he obtenido unos ingresos que me permiten mantener cómodamente a mi familia. El gobierno de Virginia, conocedor de mi amor por la acción y los asuntos militares, me ha designado ayudante general, inspirado por mi fama. Se trata de un inmenso honor que debo, en parte al apoyo de Lord Fairfax.
Ahora tengo el deber de reunir y entrenar a la milicia que defenderá nuestras fronteras de la invasión francesa y de los estragos causados por los indios. Sin embargo, mi éxito está empañado por el pesar, pues mi hermano Lawrence acaba de morir. Era un hombre al que amaba y admiraba. Ha sido el hermano más afectuoso, respetable y digno que podría haber deseado. Sólo tenía 37 años. Me ha legado su propiedad en Mount Vernon, así que ahora debo combinar su gestión con mis obligaciones militares. Me preparo para el combate que nos espera estudiando libros de estrategia militar, practicando esgrima y, sobre todo, escuchando a los oficiales virginianos que integran mi milicia, pues son hombres con experiencia que han conocido la guerra.
Puede que mis milicianos estén mal equipados, pero una vez armados defenderán con valentía aquello que más aman: su tierra.
Los llamamos “minutemen” porque son capaces de coger sus rifles y reunirse con su regimiento en menos de un minuto.
Lawrence encargó este hermoso grabado de Mount Vernon.