Mientras nos esforzábamos por sacar a la civilización de la Edad de las tinieblas, los Asesinos, siempre envidiosos de nuestro poder y conocimientos, lograron infiltrarse en nuestras filas y sembrar la distensión entre nuestros líderes. Mediante mentiras, traiciones y asesinatos, nuestros enemigos sacudieron los mismos cimientos de la orden. A finales del siglo XIII, la hermandad había logrado debilitarnos en gran medida. Por si fuera poco, tuvimos que vérnoslas con un nuevo enemigo: el rey Felipe el Hermoso. El rey Felipe, sirviendo sin saberlo a la causa de los Asesinos, que lo manipularon para conspirar contra nosotros, convirtió a los templarios en herejes ante la Iglesia, volviendo contra nosotros nuestra propia espada.
Era hora de volver a la clandestinidad.
Jacques de Molay, el último gran maestre públicamente reconocido, comprendió que nuestros nobles ideales no sobrevivirían a menos que los templarios se disolvieran oficialmente. Sabía que la orden era más importante que ningún individuo concreto y realizó el sacrificio supremo. Jacques de Molay permitió que lo quemaran en la hoguera, no solo para salvar las vidas de sus hermanos y sus aliados, sino también para engañar a nuestros enemigos y hacerles creer que la orden moriría con él.
Sin embargo, poco antes de su muerte, el gran maestre eligió a nueve de sus hombres de mayor confianza y, provistos con el conocimiento de los Antiguos, los dispersó por el mundo. Desde ese día, los templarios seguirían sus magnánimas ambiciones a la sombra de las figuras más influyentes de la historia, asegurándose así de que nuestros ideales perduraran a través de los siglos.